EL DEPORTE DE VERDAD
Me refiero a cuando un
deportista no era más que eso, un deportista. A cuando el deporte era
una afición por encima de una profesión. A los tiempos en que cada
pasito, por pequeño que fuese, se consideraba una gesta. A los tiempos
en los que las leyendas se forjaban en las carreteras y las montañas. En
los cuadriláteros y en las piscinas. En las pistas de atletismo y los
terrenos de juego. No en el papel, ni en majestuosas campañas
publicitarias.
Visto así, cualquiera puede pensar que
un servidor peca de un fácil y manido victimismo. Que me dejo llevar
por el argumento ventajista, cargado de un rancio aroma nostálgico,
resumido en que cualquier tiempo pasado fue mejor. Que los ídolos de hoy
pintarían la cara de las estrellas de ayer. Y yo no lo dudo. Pero me
apetece hacer un ejercicio de memoria.
Hablo de otros tiempos. De cuando eras
niño y te dominaba esa emoción indescriptible al abrir el sobre de
cromos. Esa colección por la que sentías una devoción pura, casi
bíblica. Esos jugadores con pinta de todo menos de futbolistas. Nombres
como Rafa Paz, Sánchez Jara, Carlos Muñoz Cobo o Tato Abadía vienen a mi
memoria. Cuestión de generaciones, pero entendéis a lo que me refiero.
Tiempos en los que el Madrid confiaba
en quintas forjadas en casa y mi Athletic luchaba por títulos. No hace
tanto de eso como parece. Sólo hay que remontarse a antes de la dichosa
ley Bosman. A cuando la Champions era la Copa de Europa, la Europa
League la UEFA, la auténtica, y aún no habían asesinado a la Recopa. A
cuando equipos como Ajax, Benfica, Celtic o Estrella Roja acongojaban en
Europa. A cuando Boca era Boca, River era River y la liga argentina un
campeonato de primer orden mundial.
¿Te acuerdas o no? Antes de que se
jugara con los socios, mercadeando con sus derechos y sacrificando sus
intereses en pos del mercado asiático. Hablo de pretemporadas y stages,
no de giras recaudadoras. De cuando los niños de Zaragoza eran del Real
Zaragoza y pedían un balón de reglamento por su cumpleaños, no las
botas de Cristiano o de Messi.
Recuerdo los tiempos en los que los
resúmenes de los partidos protagonizaban las noticias del lunes. No como
ahora, donde la liga bipolar se extiende a los medios de comunicación y
el resto de los equipos son ninguneados. Las
portadas informativas ya no existen. Han dado paso a otras que rayan lo
sectario, traspasando la frontera de lo ofensivo y que fomentan el odio. Se ve que venden más…
Pienso más allá del fútbol y no me
muevo de mis trece. Aquel mordisco de Tyson a Holyfield, por ejemplo,
dio la vuelta al mundo como un hecho vergonzoso que horrorizó a la
opinión pública. Hoy día, igual no pasaba de video cachondo con el que
cerrar la sección. La gente de a pie no sabe cuantos oros tienen Michael
Phelps o Gervasio Deferr, pero saben que en sus horas muertas le dieron
al canabis.
En mi autocrítica, intento
concentrarme en disciplinas desinteresadas que puedan sacarme de mi
planteamiento. Prácticas deportivas caracterizadas por el espíritu de
superación y la donación absoluta de quienes las practican. Me acuerdo
de Pepe Garcés o Iñaki Ochoa de Olza, pero hasta algo tan bello como el
montañismo ha quedado manchado en fechas recientes. El circo de Miss Oh y
Edurne Pasabán en su carrera por ser la primera mujer en hollar los 14
ochomiles fue bochornoso…
Y en estas, me acuerdo del gran ídolo
de mi infancia. Aquel al que considero el deportista, con mayúsculas, de
la historia de España: Miguel Induraín. ¡Lo que era el ciclismo! Y en
lo que lo convirtieron, no tiene perdón. El blanco fácil para que gente como Jaime Lissaveztky se colgase medallas en la cruzada de la lucha antidopaje. Siempre me ha hecho gracia esta expresión. Un algidol
para tratar un resfriado con 1.000 kilómetros en las piernas es
positivo. Administrar una hormona de crecimiento a un chico de 13 años
para que mida 12 centímetros más, no. Cosas curiosas, cuanto menos.
Repito que no es mi intención
menospreciar el talento de los deportistas actuales. No se puede caer en
el error de comparar tiempos o generaciones. Pero me acuerdo de ver a
Senna, los primeros años de Schumacher y mi querido Damon Hill. Sacar un
punto en la F1 de aquella época era una heroicidad. Ni me quiero
imaginar como seria con los Fangio o Nuvolari. Negar ese componente
épico, que bien cierto es que aún hoy persiste en el mundo del motor, es
ponerse una venda ante la evidencia. Para mí, el punto de Pedro
Martínez de La Rosa en su primera carrera con Arrows vale más que su
segundo puesto con el McLaren en Hungría.
Me acuerdo de lo difícil que era
llegar, fuese el deporte que fuese. De ahí, el mérito que la historia
debe reconocer a los pioneros. A Seve Ballesteros, al que Txema cogería el relevo, y gracias al cuál se descubrió un nuevo deporte en nuestro país.
También Paquito Fernández Ochoa y su hermana Blanca abrieron un camino
que, a excepción de María José Rienda, apenas ha tenido quien lo
continuara. Carlos Sainz y Luis Moya… qué decir.
En resumidas cuentas, hablo de un
tiempo en el que palabras como “jeque”, “galáctico”, “clenbuterol” o
“merchandising” eran ajenas al deporte. Un tiempo en el que el honor y
la victoria eran lo más importante. Un tiempo en el que no se mezclaban
“churras con merinas”. Un tiempo de leyendas y mitos, no de iconos. Un
tiempo que, en pequeñas dosis, aún perdura en jugadores como Ryan Giggs,
en el tercer tiempo del rugby o en competiciones tan mágicas como la Ryder Cup. Un tiempo en el que el deporte era deporte, y nada más.
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