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16 de enero de 2013

HISTORIA DE UNA CESTA DE MELOCOTONES

Las canastas que valen títulos de Michael Jordan, los 100 puntos de Wilt Chamberlain, cualquiera de las asistencias cargadas de magia de Earving Magic Johnson, la serie de anillos de los Celtics de Auerbach, la voracidad anotadora de Drazen Petrovic… Son sólo unos pocos –muy pocos- de los momentos cumbres en la historia del baloncesto, deporte que nació de manera casual en diciembre de 1891. Y todo comenzó con una cesta de melocotones.


Sr. Stebbins, ¿tiene un par de cajas de madera de unas 18 pulgadas cuadradas?”. Cuando James Naismith le hizo esta petición al conserje de la escuela YMCA, en Springfield, no podía imaginar que se estaba gestando el que llegaría a ser uno de los deportes más practicados y seguidos en todo el mundo. “No, pero tengo un par de cestas de melocotones, si le sirven…" Efectivamente, habría de servirle, no tenía otra cosa. Naismith las clavó al balcón de madera que rodeaba el gimnasio de la escuela, cada una a un extremo de la sala, a una altura de 10 pies del suelo (3'05 metros), medida que ya nunca cambiaría. Luego, se dirigió a su despacho y mecanografió las 13 reglas básicas del juego que había estado ideando en las últimas semanas. Por último, colgó esos dos folios en un tablón del gimnasio, donde estaban a punto de llegar sus alumnos para la clase de Educación Física.
Aquel día tenía clase con los incorregibles, el aula más complicada del centro, un grupo de alumnos veteranos y resabiados difíciles de convencer. Frank Mahan, uno de líderes de aquella clase, fue el primero en aparecer. "¡Vaya! otro juego nuevo", exclamó con desdén al ver las reglas escritas y las cestas colgadas de los balcones. Cuando los 18 incorregibles llegaron al gimnasio, Naismith les pidió que se dividieran en dos equipos de nueve jugadores cada uno; les prometió que sería el último experimento. Eugene Libby y Duncan Patton fueron nombrados capitanes, les explicó las reglas, cogió un balón de fútbol y comenzó el partido. Los alumnos se mostraban desorientados y casi nadie estaba seguro de lo que debía hacer. Las normas dictaban que el jugador que cometiera una segunda falta sería expulsado y no podría jugar hasta que se anotara la siguiente canasta… y había tantas faltas que en ocasiones casi la mitad estaban fuera de la pista.
Pese a ciertas escenas de caos y desorden, los alumnos, con sus camisetas de manga corta y sus largos pantalones grises, disfrutaban con entusiasmo de este nuevo juego que no tenía ni nombre, como también lo hacían los demás estudiantes que abarrotaban el balcón de espectadores para ver aquel original partido. Una infinidad de tiros disparatados se mezclaban con alguna que otra canasta, que era celebrada con júbilo. “One goal”, gritaba Naismith cada vez que se encestaba. Entonces, Pop Stebbins debía subirse a la escalera para recoger la pelota dentro de aquellas cestas de melocotones. El experimento había sido un éxito. Incluso Mahan, escéptico aquella misma mañana, entendió que aquel no era un juego más, y pidió prestadas a su profesor las hojas con las reglas para estudiarlas a fondo.
¿Por qué no llamarlo Naismith ball? –le sugirió- usted es el inventor y así se le recordará siempre”. “No Frank, eso nunca”. “Pues entonces, señor, si tenemos un balón y un cesto… ¿por qué no llamarlo baloncesto?”. Aunque no ha quedado constancia escrita de la fecha, se cree que aquello ocurrió el 21 de diciembre de 1891, el día en que oficialmente nació el baloncesto. Antes de las vacaciones de Navidad de aquel año sólo hubo tiempo para un par de partidos más, pero fueron suficientes para demostrar que la invención de Naismith había triunfado. El 15 de enero de 1892, The Triangle, la revista oficial del YMCA, dio su visto bueno al juego y publicó las reglas y consejos de su creador, lo que provocó que la noticia viajara por todos los centros que la institución tenía repartidos por el mundo.


Entrenamiento bajo techo

Quince meses antes, en septiembre de 1890, James Naismith había comprado un billete de tren que le llevaría a Springfield, Massachussets. Había decidido unirse al proyecto de la escuela YMCA para trabajadores cristianos. La idea era hacer un curso de dos años para crear instructores que luego viajarían por el mundo difundiendo las ideas cristianas y sus conocimientos en temas de administración y educación física, la especialidad de nuestro protagonista. El Dr. Luther Halsey Gulick Jr, titulado en medicina pero un entusiasta del deporte, era el jefe de educación física de la escuela, y pronto quedó impresionado por su iniciativa y conocimientos en la materia. Fue él quien le pidió que inventara un nuevo juego para que los alumnos pudieran ejercitarse bajo techo. La petición del Dr. Gulick no era casual, ya que se había dado cuenta que, debido al intenso frío y la nieve del invierno en Springfield, los estudiantes no realizaban el entrenamiento físico durante estos meses, los que enlazaban la recién finalizada temporada de fútbol con la venidera de beisbol.
Tampoco lo fue la elección del destinatario de su petición. James Naismith, siempre inquieto, había diseñado meses atrás el que sería considerado el primer casco de la historia del fútbol americano. Durante días, reflexionó sobre variantes de deportes existentes, intentando sacar lo mejor y lo peor de cada uno. La premisa fundamental era que se pudiera jugar bajo techo y en espacios reducidos, y tenía claro que el balón debía ser el elemento central del mismo. Además, debía ser fácil de aprender, mostrar un equilibrio entre el ataque y la defensa, que la técnica y la precisión contaran más que la fuerza, y –fundamental- que no fuera agresivo. Para ello, no podía dejar correr a los jugadores con el balón en las manos, ya que esa sería la única forma de evitar el contacto físico.
Dos semanas después de haber recibido el encargo, presentaba a Gulick las líneas maestras de su nueva criatura. Su esencia era simple; se jugaría sólo con las manos y tendría como objetivo meter el balón en una cesta, que estaría a una cierta altura para primar la precisión. Pronto, este juego sería seguido con gran interés en todo Estados Unidos y en otros países gracias a la labor de difusión que llevaban a cabo los instructores de la escuela YMCA. Su práctica se extendió con una rapidez asombrosa, y fue perfeccionándose sobre la marcha, mientras se jugaba, teniendo en cuenta los comentarios y sugerencias de quienes lo practicaban. En 1894 se establece la línea de tiro libre; en 1895, el tablero; en 1897 se reglamentan cinco jugadores por equipo; en 1904 se define el tamaño de la cancha… Sin duda, el baloncesto necesitaba algo más que las 13 reglas que Naismith había colgado en un tablón del gimnasio de Springfield.


Una infancia marcada por la tragedia

Nacido el 6 de noviembre de 1861, James fue el segundo hijo de John Naismith y Margaret Young, pertenecientes ambos a clanes escoceses que habían desembarcado en Canadá tras las guerras napoleónicas. En una granja de Almonte, un pequeño pueblo de Canadá, vendría al mundo nuestro protagonista. Allí, en plena naturaleza, rodeados de grandiosos bosques, en un ambiente de crueles inviernos y cortos veranos, se criarían James y sus dos hermanos, Annie y Robert. Pero la vida nunca fue fácil para los Naismith-Young. En julio de 1870, el cabeza de familia subió en un carro a su mujer y a sus tres hijos y puso rumbo hacia Grand Calumet Island, a orillas del río Ottawa. Atraídos por las oportunidades de trabajo que ofrecía un nuevo aserradero, partieron en busca de una vida mejor; por el contrario, encontraron todo tipo de desgracias y penalidades. Primero recibieron la noticia de la muerte del abuelo Robert; después, un gran incendio convirtió el aserradero en cenizas. Los pocos ahorros que tenían se acabaron cuando una epidemia de tifus atacó las chabolas de Grand Calumet Island. John y Margaret cayeron enfermos y fallecieron unas semanas después.
Poco antes, William Young había ido a recoger a sus tres sobrinos; los niños jamás olvidarían la emotiva despedida de sus padres, ya gravemente enfermos. Margaret falleció el mismo día en que el pequeño James cumplía nueve años. Los tres hermanos se criaron con la abuela materna entre Almonte y Bennie's Corner, curtidos por los golpes de la vida, la estricta educación de su abuela y la dureza del entorno. A James no se le daban bien los estudios, pero destacaba entre el resto de los chicos en cualquier disciplina deportiva en que participara: patinaje sobre hielo, natación, carreras de canoa por los rápidos del Río Indian... Además, pasaba largos ratos en la parte trasera de la tienda del herrero jugando con sus amigos a Duck on the Rock, juego en el que una piedra se ponía encima de una roca grande y se tiraba otra con parábola para derribarla mientras la piedra tirada tenía que quedar encima de la roca. Dos décadas después, Naismith se inspiraría en la idea del tiro parabólico de Duck on the Rock para inventar un juego donde la técnica y la precisión eran más importantes que la fuerza.
A punto de cumplir los 15 años, deja el Instituto para unirse a los leñadores de los bosques de Québec, con quienes pasó cinco años antes de volver para terminar sus estudios, ya con 20. Deseaba contentar a su tío Meter, quien quería que fuera un buen pastor presbiteriano. El director del Instituto de Almonte le facilitó la labor y le dio clases extras; así, pudo terminar en sólo dos años y lograr el acceso a la Universidad. En 1881 ingresa en la Universidad McGill en Montreal, donde de nuevo da muestras de unas sobresalientes cualidades atléticas y de un gran interés por todo tipo de deportes: rugby (modalidad que practicó con éxito durante años), lacrosse, lucha, beisbol… Muchos días entrenaba a las seis de la mañana, incluso con temperaturas bajo cero en invierno. Concluyó sus estudios universitarios con éxito en 1887.
Cuando en el verano de 1889 falleció el veterano profesor de educación física de la Universidad McGill, Frederick Barnjum, el puesto le fue ofrecido a un sorprendido Naismith. Sin duda, se enfrentaba a una misión de gran responsabilidad: reemplazar a uno de los especialistas más carismáticos de todo Canadá. Poco después de iniciar su labor como profesor de educación física terminaría los estudios de teología, aunque para entonces ya tenía claro que su futuro no sería como clérigo. "Me di cuenta que había más maneras de hacer el bien que rezar", escribiría años después. También para entonces había entablado amistad con Daniel Andrew Budge, director de la Asociación de Jóvenes Cristianos (YMCA). Después vendría su viaje a Springfield y la invención del baloncesto, el deporte que le daría la fama.


Una vida austera

Pese al éxito del baloncesto, Naismith siguió con su vida austera y cuando decidió abandonar Sprigfield, en 1895, simplemente se llevó algunas traducciones de las reglas del baloncesto que le habían enviado desde distintas partes del mundo. No recibió ningún puesto de prestigio, ningún honor, ni siquiera la tarea de coordinar las numerosas reglas que iban surgiendo, a modo de sugerencias, desde todos los rincones del país. Después de inventar este deporte, pareció dejar que fueran otros (en un primer momento el Dr. Gulick) quienes controlaran su desarrollo; él centraría sus esfuerzos a partir de entonces en el mundo de la medicina.
Un año antes a su marcha, James había conocido a Maude Sherman, como no, en una cancha de baloncesto. Con ella se casaría el 20 de junio de 1894, y con ella y con su hija recién nacida viajaría a Denver en 1895 para matricularse en la Facultad de Medicina de la Escuela Gross; su principal interés se centraba en el campo de las lesiones deportivas. Durante tres años, compaginaría sus estudios con su trabajo como director del YMCA local. En 1898 recibiría su título de medicina con una nota de sobresaliente pero -al igual que ocurrió con la teología- nunca llegaría a ejercer la profesión. Por el contrario, se dedicaría durante décadas al entrenamiento cultural y deportivo, su verdadera pasión. Incluso entrenó durante 14 años al equipo de baloncesto que formó en la Universidad de Kansas, aunque sus resultados como entrenador del deporte que había inventado no pasaron de mediocres.
Inquieto por naturaleza, James Naismith no paró de estudiar y de enseñar durante toda su vida, además de involucrarse en numerosos proyectos sociales. Tuvo cinco hijos con Maude -quien se había quedado sorda a causa del tifus-, y pasados los 50 se alistó en la Guardia Nacional, como capellán, siendo enviado con los militares estadounidenses a luchar contra los rebeldes de Pancho Villa. Durante la Primera Guerra Mundial, fue enviado a Europa con el encargo de organizar pasatiempos para los militares estadounidenses en el frente y de darles conferencias sobre los riesgos del sexo promiscuo. Al finalizar el conflicto bélico regresó a su hogar en Lawrence (Kansas) donde continuó con su trabajo y con su vida, no sin ciertas dificultades económicas.
En 1935, mientras Estados Unidos se recuperaba de la Gran Depresión, un septuagenario Naismith recibió desde el viejo continente una buena noticia: el baloncesto iba a ser deporte olímpico en los Juegos de Berlín. Sin embargo, la alegría no fue completa: no podría asistir debido a sus escasos recursos económicos. Al enterarse Phog Allen, el entrenador que le sucedió en Kansas, puso en marcha una campaña para recaudar fondos para pagarle el viaje a Berlín. Bajo el nombre de "Las Noches de Naismith", se recaudaba un céntimo de dólar de cada entrada de los campeonatos universitarios de aquel año. En julio de 1936, profundamente emocionado, James Naismith realizaba en la capital germana el saque de honor del primer partido olímpico de la historia del baloncesto. Aquel juego que inventara 44 años antes para que sus alumnos pudiesen ejercitarse en los fríos días de invierno, era ya uno de los deportes más practicados y seguidos en todo el mundo. Con esa satisfacción moriría, de un derrame cerebral, tres años después. Su obra, sin embargo, será siempre eterna.
P.D: Los dos folios con las 13 reglas originales del baloncesto que mecanografió James Naismith el 21 de diciembre de 1891 se conservan todavía, y fueron vendidas en subasta recientemente (diciembre de 2010), por 4,3 millones de dólares.

28 de diciembre de 2012

EL FUTBOLISTA QUE DESAFIO AL NAZISMO

Considerado el mejor futbolista austriaco de todos los tiempos, Matthias Sindelar lideró la potente selección de su país en la década de los 30. Conocido como el Mozart del fútbol por su genialidad con el balón en los pies, pasaría a la leyenda por hacer frente a uno de los mayores tiranos de la historia, Adolf Hitler. Vivió para el fútbol y cayó en desgracia por su resistencia al totalitario régimen nazi. Siete décadas después de su muerte las causas de la misma siguen siendo un misterio, dando pábulo a todo tipo de teorías. Su historia representa como pocas la dignidad llevada al mundo del deporte.





En la década de los 30 no había en el fútbol europeo una selección como la de Austria, conocida como el Wunderteam, el equipo maravilla. Practicaba un juego de toque y fantasía que maravilló al planeta fútbol a base de espectáculo y resultados de escándalo, como un 8-1 sobre Suiza, un 8-2 a Hungría, un 0-5 a Escocia en Glasgow, o sendas goleadas a la selección alemana (5-0 en Viena y 0-6 en Berlín). También lo hicieron una tarde de 1932 en Standford Bridge, cuando a punto estuvieron de lograr lo que nunca nadie antes había logrado: ganar a Inglaterra en su campo. Pese a perder 4-3, los periódicos ingleses reconocieron la superioridad austriaca y se rindieron a su fútbol de vanguardia.
Y entre todos los jugadores de este formidable conjunto destacaba su capitán y estrella, Matthias Sindelar, el Mozart del fútbol, un delantero centro atípico. Alto, delgado, de rostro afilado y mirada triste, era un peligro constante para los rivales, y no sólo por sus numerosos goles sino también por su control del balón, rapidez, habilidad extrema para driblar, por sus extraordinarios pases… Tenía genio en los pies. Además, fue precursor de un estilo de delanteros todoterreno que podían retrasarse al centro del campo sin perder efectividad, como luego lo serían el húngaro Hidegkuti o Alfredo Di Stéfano. Sindelar era una estrella mayúscula en aquella época y el gran fenómeno del fútbol europeo de los años 30.
Nacido el 10 de febrero de 1903 en la región de Moravia, hijo de una humilde familia católica, empezó a jugar al fútbol en el barrio vienés de Favoriten, de mayoría judía, al que se habían trasladado al encontrar su padre trabajo como fundidor y herrero. Pasó su infancia pegado a un balón de fútbol y fue en las calles de este barrio obrero donde desarrolló su enorme talento. Allí le empezarían a conocer con el apodo de El Hombre de papel por su aparente fragilidad y habilidad para pasar entre los defensores rivales “flotando como si fuera una hoja de papel”. A los 15 años ficha por el Hertha Viena antes de llegar al Austria de Viena, el equipo de la clase media judía, al que guiaría a la conquista de cinco Copas y una Liga austriaca. Era el mejor y el más popular jugador del país; todo el mundo le adoraba, incluso los aficionados rivales.
Pero aquel “equipo maravilla” que él lideraba nunca tuvo la suerte que su talento merecía. No disputaron el Mundial de 1930 –el primero de la Historia- porque sus dirigentes no quisieron desplazarse a la lejana Uruguay, y cuatro años después, en Italia´1934, tuvieron que conformarse con un polémico cuatro puesto. Tras eliminar a selecciones favoritas como Francia o Hungría, se toparon en semifinales con la anfitriona. Mussolini no podía permitir la derrota de Italia en un torneo preparado a la medida de sus intereses políticos, y el partido resultaría un auténtico atropello: además de permitir el juego violento italiano, el árbitro anuló dos goles legales a Sindelar. En los últimos minutos, Guaita marcó el gol del triunfo de la selección azzurra, que certificaba el adiós del mejor equipo del Campeonato. Dos años después, Austria lograría la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Berlín.




Fútbol y política
En 1938 el Wunderteam ya no tendría opción de disputar el Mundial de Francia; de repente, la política se cruzó en su camino. Formaron una maravillosa generación de futbolistas sin fortuna. Su cuenta de grandes títulos se quedó a cero. Pero además, la historia de aquella selección austriaca refleja como pocas la sinrazón de los totalitarismos, y es la viva constatación de que política y deporte nunca han sido buenos compañeros de aventuras. Y Matthias Sindelar, y su trágica historia repleta de dignidad, son el mejor ejemplo de ello. Él sufrió como ningún otro futbolista las consecuencias de la manipulación que el fascismo hizo del deporte.
El 12 de marzo de 1938 las tropas de Hitler entran en Viena sin resistencia alguna y Alemania se anexiona Austria. El régimen nazi requisó instituciones y edificios estatales, despojó al país de sus colecciones de arte... A todos los efectos consideraban que había una sola Alemania y eso significaba, además, que no cabían dos selecciones de fútbol. Así, aquella anexión les ofrecía la posibilidad de formar un potente conjunto fichando a la fuerza a las estrellas del equipo austriaco, muy superior por calidad a la física y robusta selección alemana. La Copa del Mundo de 1938 sería una magnífica oportunidad para presentar al mundo a una Alemania unida y victoriosa con los talentos incorporados.
El 3 de abril de ese año, antes de concretarse aquella peculiar “anexión futbolística”, se juega en el viejo estadio Prater de Viena el último partido en el que se iban a enfrentar ambas selecciones, presidido por numerosas autoridades nazis. Se esperaba que fuera un encuentro amable, sin confrontación, algo así como un partido de bienvenida y fraternidad entre dos selecciones que históricamente habían vivido una gran rivalidad, pero que desde el momento en que el árbitro pitara el final formarían un solo equipo. “Ganar un partido es más importante para la gente que capturar una ciudad”, solía decir el ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels. Aquel encuentro era el mejor ejemplo de sus intenciones, y hay quien sostiene que aconsejaron a los austriacos dejarse perder para contentar a los mandatarios alemanes.





Humillación nazi
Pero nada más lejos de la realidad. Heridos en su orgullo, llenos de coraje, queriendo demostrar en su último encuentro como nación independiente la superioridad que todo el mundo conocía, el Wunderteam salió a por todas, aplastando a los alemanes con su juego creativo. Austria ganó con claridad por 2-0; Sindelar marcó el primer gol y fue, una vez más, la estrella del partido. Cuando su compañero Karl Sesta marcó el segundo, ambos lo celebraron bailando frente a la tribuna de las humilladas autoridades nazis. Aquella imagen le elevó a la categoría de mito, y le convirtió de paso en un personaje molesto para el régimen. Mientras gran parte de la sociedad austriaca había aceptado de buen grado la anexión alemana, aquel partido mostró un claro ambiente anti-nazi por parte de muchos de los aficionados que llenaban el Prater.
Hitler –sabedor de la importancia propagandística del deporte- soñaba con formar un equipo potente que borrara la humillación sufrida en los Juegos Olímpicos de Berlín´1936, y se frotaba las manos pensando que su nueva estrella sería el legendario hombre de papel. Pero Matthias Sindelar no era de la misma opinión. Rechazaba la anexión de su país y la política de sólo arios que amenazaba con expulsar a los judíos. Era un hombre rebelde que tenía principios y se negaba a admitir los atropellos de aquel régimen. No quería vestir la camiseta alemana y mucho menos hacer el saludo nazi antes de los partidos.
Bien es cierto que ya tenía 35 años, pero aún se encontraba en un momento álgido de su carrera. Asumiendo las consecuencias, decidió que aquel había sido su último partido, así que simuló lesiones y evadió, como buenamente pudo, cualquier intento del combinado alemán de contar con sus servicios. Pese a las intimidaciones y amenazas del Ministerio de Deportes del Tercer Reich, nunca jugaría con Alemania. Curiosamente, el fútbol –tantas veces utilizado por los nazis para fortalecer su imagen- se convertía entonces en vehículo de expresión de la resistencia, y Matthias Sindelar en símbolo de la contestación popular al régimen.
Varios hechos hablan a las claras de sus ideales y principios éticos. Con la irrupción del nazismo en Austria, se promulgó una ley que obligaba a los propietarios judíos a abandonar sus locales, lo que les forzaba a venderlos con rapidez. Esta obligación generó que los usureros pudieran comprar a muy bajo precio, lo que provocó grandes injusticias. Sindelar compró una cafetería a un hombre judío –de nombre Leopold Driell- y le pagó por ella 20.000 marcos, toda una fortuna en aquella época y más de lo que nadie había pagado por un local de este tipo. El jugador quiso ser generoso y se negó en rotundo a aprovecharse de la desesperación de Driell. Al tiempo, cuando el presidente del Austria de Viena fue expulsado de su cargo por ser judío, Sindelar le siguió considerando públicamente como un amigo.





Los últimos días de un hombre digno
Actos como estos le costaron el rechazo y la sospecha de los mandatarios nazis. Fue reportado desfavorablemente en los informes de la Gestapo y catalogado como “amistoso hacia los judíos” y “reacio a acudir a manifestaciones del Partido”. Nunca más viviría tranquilo, siendo vigilado y perseguido por la policía. Algunas versiones de la época cuentan que pasó meses recluido en su departamento del centro de Viena debido a las presiones del régimen nazi y que incluso intentó escapar a Suiza sin éxito. Mientras tanto, la “nueva y potente” selección alemana, reforzada con jugadores austriacos, fracasaba en el Mundial de 1938, siendo eliminada en primera ronda.
A partir de aquí, y debido a la actitud rebelde de Sindelar y a las sospechas que levantaba entre las autoridades, los últimos meses de su vida están envueltos en un halo de misterio, a medio camino entre las certezas y la leyenda. Las certezas nos conducen a la muerte del futbolista el 23 de enero de 1939 en su vivienda. Se sabe que unos días antes se había declarado a su novia, Camila Castagnola, una chica italiana de origen judío. Tras una noche de alcohol y pasión, un amigo suyo fue a buscarle pero nadie contestó cuando llamó a la puerta de su departamento.
Extrañado, abrió a la fuerza encontrándose en la cama el cuerpo desnudo y sin vida de Sindelar. A su lado, agonizante, estaba su novia, quien moriría poco después. La causa oficial de ambas muertes fue la inhalación accidental de monóxido de carbono, versión que corroboraron varios vecinos asegurando haber tenido problemas con la calefacción del edificio desde unos días antes. Sindelar era un héroe para los austriacos y a su funeral acudieron 40.000 aficionados.
El caso tardó seis meses en cerrarse por orden gubernativa, y oficialmente se consideró una muerte accidental. Sin embargo, ya se habían disparado todo tipo de teorías. Algunos atribuyeron su muerte a la Gestapo que, según esta versión, habría saboteado el conducto de gas de su vivienda para matarle lentamente; otros especularon con un posible suicidio de la pareja, desesperados ante las presiones del régimen nazi. La verdad nunca se supo y ya nunca se sabrá. Pero sea cual fuera la causa de su muerte, lo que no morirá nunca es su leyenda. Matthias Sindelar, El Hombre de papel, el Mozart del fútbol, fue un extraordinario futbolista (el mejor que jamás haya dado Austria) y un hombre de principios y enorme dignidad que nunca se resignó a ver pisoteados sus derechos. Ese fue su mejor gol.




25 de diciembre de 2012

EL HOMBRE QUE NO TEMÍA NADA: OSCAR "RINGO" BONAVENA

 Excéntrico, sincero, bromista, fanfarrón, carismático, un tanto infantil… Marcó una época en el mundo del boxeo con un estilo acorde a su personalidad: valiente, rotundo, sin dar nunca un paso atrás. Tenía ansia de gloria y eso le llevó a enfrentarse en 1970, con el título mundial en juego, al más grande entre los grandes, Muhammad Ali, en un combate ya histórico. Cinco años después, moría acribillado por el sicario de un mafioso en las inmediaciones de un prostíbulo en Reno (Nevada). Esta es la historia de la ascensión y caída de Oscar Ringo Bonavena, el hombre que no conocía la palabra miedo.


La pelea se presentaba desigual. David contra Goliat; el púgil más grande de la historia contra el entusiasta aspirante; Cassius Clay -conocido como Muhammad Ali tras su conversión al islamismo- contra Oscar Ringo Bonavena. Aquella noche del 7 de diciembre de 1970, el gélido ambiente exterior contrastaba con el calor que se vivía dentro del Madison Square Garden de Nueva York, el más majestuoso escenario que se pueda imaginar para un combate que ponía en juego el título mundial de los pesos pesados. El argentino, fiel a su estilo, no dudó en provocar a su rival los días previos, retándole de manera descarada (“I Kill you!”), y llamándole gallina por negarse a ir a la guerra (“Chicken, chicken, Vietnam”, le decía, pendenciero).
Con las apuestas 10 a 1 en su contra, Bonavena, todo pundonor, llegó a tumbar a Alí y soportó estoicamente 14 rounds en pie antes de ceder en el decimoquinto tras “una muestra de coraje pocas veces vista”, como admitiría, casi sin aliento, el más grande boxeador de todos los tiempos. Ringo le llevó al límite. Todavía se habla de aquel combate en el mundo del boxeo, un combate que paralizó al país argentino. Fue el momento cumbre de la carrera de nuestro protagonista, quien sin llegar a ser nunca campeón del mundo (le tocó enfrentarse a algunos de los más grandes de la historia en los pesos pesados: Muhammad Ali, Joe Frazier, Floyd Patterson, Jimmy Ellis…) dejó una profunda huella por su coraje, su peculiar personalidad, sus ocurrencias y excentricidades.
Su figura trascendió ampliamente el mundo del pugilismo, especialmente en su Argentina natal, donde era mucho más que un ídolo. Porque hay que tener mucha personalidad para ponerse el apodo a sí mismo; un buen día, decidió que se haría llamar Ringo, como su admirado Ringo Star. Su trayectoria como boxeador profesional se saldó con 58 peleas ganadas (44 de ellas por KO), 9 perdidas (casi todas contra campeones o ex campeones mundiales norteamericanos) y un empate. Pese a que no pudo derrotarles, siempre plantó cara a los más grandes a base de coraje, pundonor y temeridad, sin miedo a nada. Sería una constante en su vida… y también en su muerte.


Los golpes de la pobreza
Oscar Natalio Bonavena nació el 25 de septiembre de 1942 en el barrio de Boedo (Buenos Aires), robusto, rotundo –más de cuatro kilos de peso-, anunciando ya el poderío que iba a mostrar a lo largo de toda su vida. Fue el octavo hijo de los nueve que tuvieron Vicente Bonavena y Dominga Grillo, cabezas de una familia muy humilde que en ocasiones rozó la pobreza. “Una vez tiré de la cadena y se cayó el depósito, de puro podrido”, recordaría el púgil años después.
Fue un niño “callejero y peleador”, según sus propias palabras. Curiosos fueron sus primeros contactos con el mundo del boxeo, vía Carnaval, siendo todavía un chaval. La pobreza, en este caso, le pudo mostrar el camino: “Siempre me disfrazaban de boxeador porque era lo más barato: desnudo, con un pantaloncito y un par de guantes prestados por un vecino”. Siendo un adolescente, su familia se trasladó de barrio, llegando a Parque Patricios, donde se convirtió en un incondicional del Club Atlético Huracán. Dejó pronto la escuela, en sexto grado, y realizó diversos trabajos para ganar algo de dinero: repartidos de pizzas, ayudante en una carnicería, picapedrero…
A los 16 años ya había decidido que su destino estaría en el ring; en 1959, con 17 recién cumplidos, se proclamó campeón amateur de Argentina. A principios de los 60 se inició como boxeador profesional y –tras una derrota en su primer combate- pronto cosechó los primeros éxitos, logrados con un estilo valiente y agresivo, voraz como una fiera. El mismo estilo agresivo, en definitiva, que le jugó una mala pasada en 1963, durante los Juegos Panamericanos, y que a punto estuvo de costarle su carrera profesional. Furioso por la paliza que le estaba propinando el norteamericano Lee Carr, le mordió el pecho en pleno combate.
Fue descalificado y duramente castigado por la Federación Argentina. “Pero yo no era tipo de rendirme –recordaría años después-, y me fui adonde estaban la guita y la gloria, a Estados Unidos”. Viajó casi con lo puesto, acompañado de su hermano José, con unos pocos dólares en el bolsillo y una carta de recomendación del representante Tino Porzio. Pronto destacó en Nueva York por su pegada y capacidad para asimilar golpes, puro coraje. Así fue como cautivó a todos los amantes del boxeo y como consiguió hacer fortuna en este duro deporte. En esta época ya se hacía llamar Ringo.


De la nada a la leyendaLa vida le cambió la noche del 4 de septiembre de 1965, en Buenos Aires, cuando pasó en apenas unos minutos “de la nada a la leyenda”. Se enfrentaba al campeón argentino de los pesos pesados y gran ídolo local, Gregorio Goyo Peralta, quien años atrás había protagonizado un gesto de desprecio hacia un entonces desconocido Bonavena. Herido en su orgullo, se dedicó las semanas previas al combate a provocar a su rival: “Qué me traigan a Peralta, que le arranco la cabeza”, decía quien ya gozaba de una bien merecida fama de fanfarrón. La expectación era máxima en todo el país y el ambiente se caldeó hasta límites insospechados. 25.236 personas abarrotaron el Luna Park; otros muchos se quedaron fuera, sin entrada.

Bonavena subió al ring entre una gran pitada (la mayoría del público se había puesto del lado del entonces campeón), y lo abandonó 18 minutos después de comenzado el combate entre una colosal ovación, tras haber derrotado por KO, con un golpe seco y poderoso de izquierda, a Peralta. “No te tomes en serio mis insultos, fueron para promocionar la pelea”, le dijo el nuevo campeón nacional cuando se encontraron en los vestuarios. “Lo único que te pido –le contestó el derrotado- es que seas un campeón en serio, arriba y abajo del ring”.
Como escribió entonces el periodista deportivo Ulises Barrera, autor de numerosas crónicas pugilísticas, “en dieciocho minutos y con un solo golpe, ese boxeador tosco, desmañado, sin técnica, con esos pies planos que le obligan a un andar de oso, pero a puro coraje, pasó del odio al amor, y de la nada a la leyenda”. Días después de su victoria, fue al estadio de Huracán a recibir un homenaje de la hinchada del club de sus amores, con vuelta al campo olímpico incluida. Aquel día nació la famosa copla que le recordaría para siempre: “Somos del barrio / del barrio de La Quema / Somos los hinchas / de Ringo Bonavena.
Bonavena siguió boxeando con éxito en el país de las barras y estrellas, lo que le llevó a verse las caras con frecuencia contra los mejores. Venció al campeón canadiense George Chuvalo, al alemán Mildenberger, y combatió dos veces contra el gran Joe Frazier. En la primera de ellas, en septiembre de 1966, le tumbó en dos ocasiones; sin embargo en la segunda, dos años después, con la corona de los pesos pesados de la Worl Boxing Association en juego, no tuvo opción alguna. Pero su combate más importante, como ya hemos recordado, tuvo lugar en diciembre de 1970 en el Madison Square Garden de Nueva York, cuando puso en jaque al mito Muhammad Ali.
Desde que empezó su exitosa carrera como boxeador, el dinero entró a borbotones en su cuenta corriente. Tras años de pobreza y privaciones, empezó a desarrollar un gusto irrefrenable por el lujo: coches exclusivos, suites en los mejores hoteles, relojes de marca, joyas y objetos de oro, una inmensa colección de trajes a medida, puros habanos, los más caros perfumes… Por aquel entonces, Ringo ya estaba casado con Dora Raffo, y tenía dos hijos. Su popularidad era tal que llegó a actuar en tres películas (“Los chantas”, “Pasión dominguera” y “Muchachos impacientes”), e incluso se atrevió a grabar –con entusiasmo infantil, pese a su voz aflautada- una canción de ínfima calidad pero que se convirtió en todo un éxito popular: “Pío, Pío, Pá”. Era un auténtico ídolo de masas, también fuera del ring. Carismático como ningún otro deportista de la época, supo ganarse el corazón de los argentinos.



Contactos con la mafiaSincero hasta el extremo, despreocupado, demasiado inocente en ocasiones, su franqueza desmedida -tal como lo pensaba lo decía-, le jugó malas pasadas en la vida, especialmente por denunciar amaños en las peleas. En 1969 dijo haber participado en algunos combates con resultado previamente convenido, y por esas declaraciones (que no eran en absoluto una sorpresa en aquella época) fue boicoteado por una gran mayoría de empresarios de este deporte.
En más de una ocasión criticó duramente al establishment del boxeo, especialmente a algunos organizadores de combates con pocos escrúpulos. “En este último match con Frazier me hicieron saber que iban a sobornar a los jurados para beneficiarme –escribía en 1969 tras pelear con el norteamericano-. Sólo querían que el combate durara los quince rounds para beneficio de los organizadores por las tandas publicitarias de la televisión. Detrás de todo esto se mueve un mundo de apostadores que buscan contactos no muy limpios que les permitan asegurar inversiones”.
Tras haber alcanzado la cúspide en el combate con Muhammad Ali, la carrera de Bonavena pareció entrar en una especie de cuesta abajo, convirtiéndose en un trotamundos del boxeo. A principios de febrero de 1976 -tras una temporada boxeando en su Argentina natal, en Hawai, y en Italia-, regresa a Estados Unidos, en concreto a Nevada, donde tenía firmadas varias peleas con el promotor puertorriqueño José Montano. Pero entonces se cruza en su camino una persona que marcaría de manera decisiva los últimos meses de su vida.
Quiso el destino que Montano vendiera el contrato de Ringo a un hombre de Las Vegas de 53 años, de origen siciliano, relacionado con la mafia, los casinos y la prostitución. Joe Conforte regentaba junto a su esposa Sally el lujoso burdel Mustang Ranch en Reno, Nevada. En aquel insólito lugar disputaría Bonavena su último combate, en febrero de ese año, ante el mediocre boxeador Billy Joiner, al que sólo pudo derrotar por puntos. Aquella pelea dejó muy mal sabor de boca al campeón argentino: “Nunca me sentí tan mal en la vida –le contó entonces a su esposa Dora-. La gente cenaba, se reía y nosotros nos peleábamos; sí, parecía el circo romano. Yo no quiero esto, quiero una pelea grande, en serio, no sé qué carajo hago acá”.


Los últimos días de BonavenaLlegó a Reno acompañado de un manager, pero pronto rompió con él por desavenencias profesionales. Entonces, firma un nuevo contrato profesional con Sally Conforte, quien pasaría a ser su manager oficial (su marido no podía serlo al haber estado cinco años en prisión). Ella rondaba los 60 años, tenía sobrepeso y una cojera que le había dejado un accidente automovilístico. Firmaron un contrato por dos años por el que Bonavena recibía 7.000 dólares y se comprometía a pagar el 10% de su bolsa a Conforte; además, Sally le regaló 3.000 dólares de su propio bolsillo. En esos meses le hablaron de pelear contra Muhammed Ali en Guatemala, contra el español Urtain, contra Ken Northon en Las Vegas… pero al final, por un motivo o por otro, ninguno de estos combates llegó a concretarse.
Ringo y Sally se llevaron bien desde el primer día; pasaban mucho tiempo juntos, se hicieron muy amigos -demasiado según el boca a boca de la ciudad-, y eso disparó todo tipo de rumores y la ira del mafioso. Y entonces empezaron los problemas. Posiblemente Ringo, el hombre que a nada temía, no calculara bien el riesgo en esta ocasión. Una vez, con motivo de una gran fiesta en el Mustang, le dijo a varios invitados: “Bienvenidos, espero que les guste mi lugar”. Cuando Joe se enteró, fue directo hacia él: “Con mi mujer haz lo que quieras, pero no te metas en mi negocio”. Y no hablaba en broma.
Entre el 15 y el 20 de mayo se producen varios incidentes y amenazas entre Ringo y los guardaespaldas de Joe Conforte, que ya hacían presagiar lo peor. El boxeador decide regresar a su país y, el día antes de su muerte, llama a su mujer para anunciarle que el domingo 23 volaría de vuelta a Buenos Aires; “pero me dijo que antes tenía una cosa que arreglar y que no avisara a nadie”. Según reconocería después Dora Raffo, “se le notaba muy preocupado, y me rogó para que rezara por él”. Lo que Bonavena quería recuperar era la copia de su contrato.
Con esa finalidad, y tras recibir una llamada al casino donde solía ir a jugar unos dólares, volvió la madrugada del sábado 22 al Mustang Ranch, donde ya tenía prohibida la entrada. Hacia las 6:15 de la mañana, caía abatido en las inmediaciones del prostíbulo por los disparos de un fusil que empuñaba Williard Ross Brymer, guardaespaldas y hombre de confianza de Joe Conforte. Una bala le había destrozado el corazón. Brymer –quien tenía un ojo de vidrio- pasó 15 meses en prisión por este asesinato, pena que luego le fue conmutada por la de homicidio involuntario (alegó que no tuvo intención de matarle, y que sólo pretendía ahuyentarle).
Sea como fuere, aquella bala ponía punto y final, a los 33 años, a la vida de Oscar Ringo Bonavena. Días después, sería sepultado en el cementerio de Chacarita, en Buenos Aires; 150.000 personas acompañaron, entre lágrimas, su cuerpo, y cubrieron el féretro de claveles rojos. En Argentina, sigue siendo todo un mito. La tribuna local del Club Atlético Huracán y una calle de Buenos Aires llevan su nombre como homenaje; una estatua de tres metros de altura le recuerda en Parque Patricios, lugar que le vio nacer y soñar. “Somos del barrio / del barrio de La Quema / Somos los hinchas / de Ringo Bonavena”. 35 años después de su muerte, cuando gana Huracán, sigue sonando este cantico en las calles de Parque Patricios.

5 de noviembre de 2012

EL DEPORTE DE VERDAD


Me refiero a cuando un deportista no era más que eso, un deportista. A cuando el deporte era una afición por encima de una profesión. A los tiempos en que cada pasito, por pequeño que fuese, se consideraba una gesta. A los tiempos en los que las leyendas se forjaban en las carreteras y las montañas. En los cuadriláteros y en las piscinas. En las pistas de atletismo y los terrenos de juego. No en el papel, ni en majestuosas campañas publicitarias.

Visto así, cualquiera puede pensar que un servidor peca de un fácil y manido victimismo. Que me dejo llevar por el argumento ventajista, cargado de un rancio aroma nostálgico, resumido en que cualquier tiempo pasado fue mejor. Que los ídolos de hoy pintarían la cara de las estrellas de ayer. Y yo no lo dudo. Pero me apetece hacer un ejercicio de memoria.

Hablo de otros tiempos. De cuando eras niño y te dominaba esa emoción indescriptible al abrir el sobre de cromos. Esa colección por la que sentías una devoción pura, casi bíblica. Esos jugadores con pinta de todo menos de futbolistas. Nombres como Rafa Paz, Sánchez Jara, Carlos Muñoz Cobo o Tato Abadía vienen a mi memoria. Cuestión de generaciones, pero entendéis a lo que me refiero.

Tiempos en los que el Madrid confiaba en quintas forjadas en casa y mi Athletic luchaba por títulos. No hace tanto de eso como parece. Sólo hay que remontarse a antes de la dichosa ley Bosman. A cuando la Champions era la Copa de Europa, la Europa League la UEFA, la auténtica, y aún no habían asesinado a la Recopa. A cuando equipos como Ajax, Benfica, Celtic o Estrella Roja acongojaban en Europa. A cuando Boca era Boca, River era River y la liga argentina un campeonato de primer orden mundial.

¿Te acuerdas o no? Antes de que se jugara con los socios, mercadeando con sus derechos y sacrificando sus intereses en pos del mercado asiático. Hablo de pretemporadas y stages, no de giras recaudadoras. De cuando los niños de Zaragoza eran del Real Zaragoza y pedían un balón de reglamento por su cumpleaños, no las botas de Cristiano o de Messi.

Recuerdo los tiempos en los que los resúmenes de los partidos protagonizaban las noticias del lunes. No como ahora, donde la liga bipolar se extiende a los medios de comunicación y el resto de los equipos son ninguneados. Las portadas informativas ya no existen. Han dado paso a otras que rayan lo sectario, traspasando la frontera de lo ofensivo y que fomentan el odio. Se ve que venden más…


Pienso más allá del fútbol y no me muevo de mis trece. Aquel mordisco de Tyson a Holyfield, por ejemplo, dio la vuelta al mundo como un hecho vergonzoso que horrorizó a la opinión pública. Hoy día, igual no pasaba de video cachondo con el que cerrar la sección. La gente de a pie no sabe cuantos oros tienen Michael Phelps o Gervasio Deferr, pero saben que en sus horas muertas le dieron al canabis.

En mi autocrítica, intento concentrarme en disciplinas desinteresadas que puedan sacarme de mi planteamiento. Prácticas deportivas caracterizadas por el espíritu de superación y la donación absoluta de quienes las practican. Me acuerdo de Pepe Garcés o Iñaki Ochoa de Olza, pero hasta algo tan bello como el montañismo ha quedado manchado en fechas recientes. El circo de Miss Oh y Edurne Pasabán en su carrera por ser la primera mujer en hollar los 14 ochomiles fue bochornoso…

Y en estas, me acuerdo del gran ídolo de mi infancia. Aquel al que considero el deportista, con mayúsculas, de la historia de España: Miguel Induraín. ¡Lo que era el ciclismo! Y en lo que lo convirtieron, no tiene perdón. El blanco fácil para que gente como Jaime Lissaveztky se colgase medallas en la cruzada de la lucha antidopaje. Siempre me ha hecho gracia esta expresión. Un algidol para tratar un resfriado con 1.000 kilómetros en las piernas es positivo. Administrar una hormona de crecimiento a un chico de 13 años para que mida 12 centímetros más, no. Cosas curiosas, cuanto menos.

Repito que no es mi intención menospreciar el talento de los deportistas actuales. No se puede caer en el error de comparar tiempos o generaciones. Pero me acuerdo de ver a Senna, los primeros años de Schumacher y mi querido Damon Hill. Sacar un punto en la F1 de aquella época era una heroicidad. Ni me quiero imaginar como seria con los Fangio o Nuvolari. Negar ese componente épico, que bien cierto es que aún hoy persiste en el mundo del motor, es ponerse una venda ante la evidencia. Para mí, el punto de Pedro Martínez de La Rosa en su primera carrera con Arrows vale más que su segundo puesto con el McLaren en Hungría.

Me acuerdo de lo difícil que era llegar, fuese el deporte que fuese. De ahí, el mérito que la historia debe reconocer a los pioneros. A Seve Ballesteros, al que Txema cogería el relevo, y gracias al cuál se descubrió un nuevo deporte en nuestro país. También Paquito Fernández Ochoa y su hermana Blanca abrieron un camino que, a excepción de María José Rienda, apenas ha tenido quien lo continuara. Carlos Sainz y Luis Moya… qué decir.

En resumidas cuentas, hablo de un tiempo en el que palabras como “jeque”, “galáctico”, “clenbuterol” o “merchandising” eran ajenas al deporte. Un tiempo en el que el honor y la victoria eran lo más importante. Un tiempo en el que no se mezclaban “churras con merinas”. Un tiempo de leyendas y mitos, no de iconos. Un tiempo que, en pequeñas dosis, aún perdura en jugadores como Ryan Giggs, en el tercer tiempo del rugby o en competiciones tan mágicas como la Ryder Cup. Un tiempo en el que el deporte era deporte, y nada más.

BIENVENIDOS

Hola a todo el mundo, bienvenidos a DEPORTE 100%, una página en la que se puede encontrar información y curiosidades referentes al mundo del deporte en general, independientemente de la disciplina y el género, una página hecha para todos aquellos amantes del deporte, pero también para aquellos que no son muy deportistas o que solo buscan conocer más en profundidad este mundo, es decir una página para todos.